La sociedad del miedo y la basura


El progreso, dentro de nuestra civilización descarrilada, se viene concentrando cada vez más en los detalles menores, en lo que Isaac Asimov llamaba —con menosprecio— los «artefactos»: puertas que se abren y cierran solas, videollamadas, teléfonos portátiles, sustitutos del disco de vinilo, cine en casa, red informática mundial… Todo esto, y mucho más, ya había sido previsto hace décadas, en la ficción literaria y cinematográfica, como parte de los «gadgets» de lo que entonces se veía como el futuro.

Sin embargo, el futuro ha llegado carente del fondo social que se preveía en muchas de esas obras ficticias. La utopía, el sueño, la conquista del espacio, la sed de conocimiento… han sido remplazados por productos de consumo rápido y, quizá, la imposición lenta pero constante de muchos aspectos de la distopía: control, opresión, atraso, miseria y guerra bajo un barniz brillante, casi de bienestar, pero de bienestar desquiciado.

La ciencia avanza con dificultad, mermados sus presupuestos y forzados los científicos a trabajar en empresas comerciales que no buscan el progreso, sino el beneficio. O peor aún, muchos buenos cerebros acaban en laboratorios militares, donde sólo se invierte en avances criminales. Destrucción y alienación es lo que ha venido con este nuevo milenio que tanto prometía y que de forma tan miserable ha comenzado.

El hundimiento de la URSS no dio paso a la tan cacareada época de paz y prosperidad, sino todo lo contrario: acabado el referente social al otro lado del muro, ya no hace falta seguir disimulando y el «mundo libre» ha dado por concluido su experimento socialdemócrata. Los ricos reclaman ahora las minucias que repartieron y, como en el pasado, lo quieren todo: toda la riqueza, todo el poder, todo el control. Al menos no es una época tan mentirosa. A la generación que ahora tiene cincuenta o más años le prometieron ese futuro glorioso cuya vanguardia era la carrera espacial. A los que nacieron después de los años setenta del siglo XX les ofrecieron mierda, y mierda les están dando.

Cuando en el futuro se mire esta sociedad desde la distancia parecerá que se dedicó tan sólo a producir juguetes para mantener entretenida a una población tan temerosa del tiempo libre que incluso trabajaba gratis. El miedo a escuchar las propias ideas puede ser grande, más aún en un entorno opresivo como el corriente.

Sin embargo, una civilización no son sus juguetes, ni siquiera sus utensilios ni su tecnología. Cuando los arqueólogos excavan, llaman con excesiva vanagloria «yacimiento» a lo que, en la mayoría de los casos, no son más que vertederos antiguos. Allí sólo aparecen trastos, escombros y cachivaches rotos. Lo que interesa, por supuesto, no son esos residuos que acaban expuestos en la vitrina de un museo polvoriento, sino lo que esa basura de otro tiempo dice de la sociedad que la generó. Del neolítico no valoramos tanto que se conserven piedras pulidas, sino la transformación de las relaciones humanas hacia el patriarcado y la sociedad de clases, el nacimiento del Estado y sus desdichas.

De nuestros propios vertederos (o yacimientos futuros), repletos de cacharros electrónicos de uso efímero ¿qué conclusiones sacarán las generaciones venideras? (si llega a haber alguna que se interese por nuestro legado.) Poca cosa. Buscarán nuestros sueños enterrados en basura, pero sólo encontrarán nuestros miedos.

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