Liberales & Liberales



Si a un norteamericano medianamente informado se le pidiera que citase a algún liberal célebre es probable que se le ocurriera el nombre ilustre de John Kenneth Galbraith o, tal vez, pensando en liberales vivos, el de Paul Krugman o Joseph Stiglitz. Yendo más allá del terreno de la economía, con seguridad aludiría a los más destacados defensores de los derechos civiles, empezando naturalmente por el mismísimo Martin Luther King, o a escritores de la talla de Norman Mailer o Gore Vidal, y sin duda podría mencionar como símbolo literario y cinematográfico la magnífica novela de Harper Lee Matar a un ruiseñor, obra de cuya segunda -o primera- parte tendremos ocasión de disfrutar en muy poco tiempo, según anunció golosamente la prensa el pasado mes de febrero. No serían pocos los que tendrían por liberal a Noam Chomsky, si bien en este caso quizá la calificación no sería unánime. Pero lo que jamás se le pasaría por la imaginación a nadie sería tener por liberal a George W. Bush –tampoco, por supuesto, a su padre- ni a Ronald Reagan ni a ninguno de los atocinados cabecillas del Tea Party.

Y todo ello por la misma razón por la que hasta al más reaccionario locutor de la Fox le parecería una monstruosidad otorgar el título de adalides de la libertad a los miembros del Ku Klux Klan que asesinaron a los activistas de derechos civiles Michael Schwemer, Andrew Goodman y James Chaney en Mississippi en 1964. Sabido es que el arriba citado Ronald Reagan apreciaba mucho a su camarada Osama bin Laden, a quien consideraba un héroe de la libertad, por lo que tampoco se puede excluir de manera absoluta que hubiese algún otro extravagante compatriota suyo que se refiriera en los mismos términos a los asesinos del Ku Klux Klan. Pero lo más probable es que a quien albergase una visión tan distorsionada de la realidad en Estados Unidos se le encerraría en un manicomio o, aun peor, se le elegiría presidente. Los norteamericanos son sin duda un pueblo con mucho sentido del humor.

En Europa el significado que de manera mayoritaria se concede a la palabra liberal es, como resulta bien conocido, muy distinto. Porque entre nosotros lo que se diría que cuenta no es la libertad de las personas sino la libertad de los negocios, que han de quedar exentos de cualquier restricción pública que entorpezca su conquista del lucro, aunque se trate de restricciones que tengan por objeto evitar la esclavitud de los seres humanos. Wolfgang Schäuble, el recio ministro de finanzas alemán, es ahora en el viejo continente la encarnación del liberalismo extremo. Y como todo en España se tiñe de esa propensión a la desmesura que nos vuelve tan exóticos para los nórdicos, resplandece aquí Esperanza Aguirre como gran liberal autóctona.

Es como si una noción que nace en el ámbito social, político, cultural o antropológico tuviese su reflejo específico en la economía cuando nos encontramos en Estados Unidos, mientras que en Europa el tránsito es el inverso.

Liberal viene de libertad, de eso no cabe ninguna duda. Pero si lo que importa es la libertad de las personas, a título individual o en comunidad, se aparece como aceptable e incluso insoslayable que, precisamente para salvaguardar la libertad humana, se ponga coto a la voracidad de la gran industria y de las finanzas privadas. Porque poder no es solamente el poder público que se alberga en el Estado, e incluso cabría dudar de que éste sea el más colosal de los poderes. Es también y de manera principal poder el privado de las grandes corporaciones y de la asociación de los multimillonarios. La única forma de impedir que el poder o los poderes privados, jamás elegidos por los ciudadanos, sometan a servidumbre a la inmensa mayoría de la población es que exista un poder público, hoy por hoy necesariamente estatal, que ponga dique a los abusos de aquellos poderes privados. Para lo que, de más está advertirlo, el propio poder público ha de ser democrático, verdaderamente representativo de la voluntad popular y del interés general. El poder público ha de intervenir para garantizar que todas y todos los ciudadanos tienen acceso en igualdad de condiciones a la sanidad y a la educación, sustento ambas de la igualdad de oportunidades; para asegurar una vida digna que ofrezca a toda persona sin excepción la posibilidad de labrarse un futuro, y para obligar al respeto de unos derechos sociales y laborales básicos que eviten que nadie haya de padecer opresión cuando venda su fuerza de trabajo.

En el momento en que entramos en disputa con los mercantilistas modernos sobre la medida en que ha de reducirse la libertad para ampliar la justicia social o renunciar a parte de ésta para salvar aquélla, estamos aceptando su punto de vista y la falacia habitual. A saber: que la libertad y la justicia son conceptos contrapuestos. Sucede sin embargo que la justicia social, y la intervención del poder público para asegurar la justicia social, son no sólo compatibles con la libertad sino imprescindibles para que la libertad, la libertad de las personas decimos, no nos sea escamoteada.

Éste es, así expresado o de cualquier otra forma similar, el sustrato ideológico común de todo liberal americano (y no ya sólo norteamericano). Se es liberal, aparte de por que se defienda la libertad de expresión y manifestación, la igualdad plena de derechos entre hombres y mujeres, la no discriminación por razón de raza, religión o nacionalidad, o la abolición de todo tipo de censura, porque se es partidario de la intervención democrática del poder público para garantizar la libertad de todas y todos y no sólo de quienes puedan comprársela.

Pero en toda época histórica los esclavistas y opresores han llamado libertad a sus privilegios, en especial el de decidir sobre la vida y la muerte de sus semejantes, y han tachado de privilegio y de capricho la libertad de los demás. A la versión técnica contemporánea de esta inveterada perspectiva de los esclavistas se la denomina en Europa liberalismo, dando lugar a la más nauseabunda de las manipulaciones.

Y los llamados liberales en Europa no se diferencian de sus homólogos americanos porque aquellos abominen de la intervención del Estado. Eso es lo que desean que creamos. Se diferencian porque para ellos la libertad que cuenta es la de los esclavistas, la de los amos, la de los dueños de las herramientas y de la tierra. La libertad de los negocios, a la que molesta la libertad de los seres humanos que deben ser, a lo sumo, instrumentos de los negocios. El Estado y el poder público se hacen así también para los liberales europeos irrenunciables. Es precisa la policía que golpee a los trabajadores que protestan por despidos o por bajos salarios o por empeoramiento de las condiciones de existencia. Son precisos los ejércitos que arrasen la forma de vida que hayan elegido los pueblos cuyas materias primas ambicionamos. Son necesarios los jueces que ordenen que un anciano enfermo de cáncer sea sacado a rastras de su casa para que el gestor del fondo especulativo que la adquirió en almoneda pueda tirarla abajo y construir en su lugar un bloque de oficinas. Los vecinos del anciano que intenten evitar el desalojo colocándose pacíficamente frente a la policía y los agentes judiciales tendrán que ser, nuevamente, golpeados, multados y encarcelados. Son pioneros del totalitarismo en la medida en que desobedecen la ley que se escribió para favorecer el beneficio de los fondos especulativos y amenazan la más sagrada de las libertades, la libertad de enriquecerse de las inmobiliarias y financieras privadas.

No nos lo cuentan así, por supuesto. La doctrina que propugna que se deje actuar sin trabas a las libres fuerzas del mercado, pues ellas expandirán por sí solas la prosperidad, atesora ya más de un siglo de historia y dispone de muchos y muy respetados doctores. Pero el resultado práctico es el enriquecimiento obsceno de unos pocos a costa de la privación de la más elemental de las libertades, la de sobrevivir, para millones de personas. Suena a demagógico, pero del mismo modo es la verdad.

Dos recientes y deslumbradores ejemplos de desvergonzada manipulación se han dado en nuestro país.

Debemos el primero a ese descacharrante columnista llamado Salvador Sostres, quien se ha atrevido a acusar a los representantes de las candidaturas de unidad popular triunfantes en las elecciones municipales de Madrid y Barcelona nada menos que de querer liquidar a los adversarios. Sostres ha destacado por exigir la prohibición de sindicatos y del derecho de huelga, por justificar el asesinato de mujeres y por ver como un proceso salutífero la muerte de miles de seres humanos por catástrofes naturales, amén de considerar vulgar morralla prescindible a todos los ciudadanos que no pertenezcan al club de los ricos. Que alguien con tales antecedentes acuse a otros de poner en peligro la libertad es un rasgo de espíritu paradójico tan divertido que hasta las ratas deben de estar desternillándose en las cloacas.

Pero Sostres es Sostres. Resulta más grave la respuesta de una asociación de jueces a la afirmación de Ada Colau según la cual es legítimo desobedecer leyes manifiestamente injustas. La desobediencia pacífica de leyes injustas ha sido, como sabrá todo aquel que no habite en una caverna desde hace más de cincuenta años, la forma más importante de lucha del movimiento de defensa de derechos civiles en Estados Unidos y también en otros lugares del mundo. Desde que Rosa Parks se negara en 1955 a ceder su asiento a un blanco en un autobús de Montgomery, la desobediencia civil adquirió popularidad como forma de resistencia frente a la injusticia, si bien su propuesta databa de casi un siglo antes y se la debemos a Henry David Thoreau.

Dada la trayectoria de activista social de Ada Colau, de extrañar habría sido que hubiese dicho lo contrario. Por eso resulta tan estremecedora la reacción histérica y casi unánime de opinantes de los grandes medios de comunicación, señalando la entrevista de la actual alcaldesa de Barcelona como el anticipo de la dictadura o alcanzando el punto ridículo de la asociación de jueces citada, que llegó a asegurar que la desobediencia de leyes nos conduciría nada menos que a la guerra mundial. Con idéntico fundamento podían haber anunciado la explosión de nuestra galaxia.

En Estados Unidos el movimiento de defensa de derechos civiles viene convocando sentadas y manifestaciones no autorizadas e incluso ocupando edificios desde hace décadas, y ha sido frecuente que profesores y funcionarios comprometidos se negasen a cumplir órdenes, aunque arriesgaran así su posición. Claro que no todo el mundo está de acuerdo con tales acciones de protesta y que los medios más reaccionarios han tachado a sus protagonistas de títeres de los comunistas y de cosas peores. Pero que una forma de lucha por la justicia en cuya tradición se hallan nombres como el de Martin Luther King, el de Gandhi, el de Tolstoi o el de Albert Einstein sea objeto de repudio por la mayor parte de la prensa e incluso por ilustres asociaciones profesionales, calificándola de “germen del totalitarismo” y antesala de la guerra mundial, indica el pavoroso grado de represión de la disidencia que se ha alcanzado en nuestro país.

Sea como fuere, lo que hasta el más tonto de Estados Unidos sabe es que liberales son los partidarios del movimiento de defensa de derechos civiles, no sus detractores.

¿Por qué no peleamos nosotros por el significado de las palabras? Es importante. Aprendamos en este punto de los dueños del régimen. Ellos lo hacen de forma disciplinada, constante y concienzuda. De unos años a esta parte han logrado meternos lo de los “emprendedores” hasta en la sopa y también han cargado de atroces resonancias el término “antisistema”. Peleemos nosotros por la palabra liberal, disputemos en cada ocasión su uso, hasta que consigamos recobrar y convertir en corriente su significado no prostituido. No podemos seguir tolerando que quienes en caso de vivir en Estados Unidos rondarían por el Ku Klux Klan sigan arropando su indecencia con la palabra libertad.



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