Ese partido que ni es socialista ni obrero



Soy consciente de lo mucho que duele a algunas personas que se diga la verdad sobre ese partido que ni es socialista ni obrero, pero que ha sido promocionado como tal desde hace cuarenta años a pesar de las abrumadoras evidencias existentes en contra de esa propaganda. Y es que más allá de los que tienen como motivo beneficiarse de la farsa, todavía, e inexplicablemente, hay quien sin provecho alguno sigue empeñado en la defensa de lo indefendible. Y no tengo claro si la obcecación obedece a esa absurda vergüenza del estafado, o a la fuerza de la costumbre en un país acomodado. Si fuera lo primero –deben pensar sus votantes– sería tanto como reconocer un propio error, pero esas personas quizá debieran pensar que el principal responsable en estos casos es aquel que actúa con voluntad de engañar, y no tanto el engañado. En cualquier caso ya digo que no tengo claro el motivo. Pero lo que no se sostiene es que se siga vendiendo siquiera como de centro a ese partido que ya en su primera legislatura al frente del Gobierno contaba con personajes, tan sumamente alejados de cualquier ideario izquierdista, como sin duda lo fueron los Solchaga, Barrionuevo, Solana, Almunia, Boyer, y todos aquellos que provocaron en su momento, y con toda la razón, que se les llegara a conocer como a la izquierda caviar.

Por equis o por be, no querer ver lo que surgió de Suresnes es estar voluntariamente ciego. Y justificar el ‘progresismo’ de ese partido en base a sus ‘conquistas sociales’ –aquello que repiten insistentemente los interesados de: “todo lo que le debemos al PSOE”– es no entender que en aquel momento era impensable que no se fueran a armonizar mínimamente las condiciones políticas y de derechos con lo existente en el resto de la Europa democrática. Para empezar porque ya estaba pactado como forma de asentar el nuevo régimen de palo y zanahoria. Pero especialmente porque partiendo con una desventaja de cuarenta años resultaba sencillo y barato recuperar una parte de lo perdido. Y es también no querer saber que, pese a todo, esa falsa equiparación se hizo muy por debajo de lo posible. Pero no nos quejemos, porque las reformas todavía hubieran sido de menor calado y los posteriores recortes de mayor envergadura si no llega a ser por una presión popular que entonces sí tenía alguna fuerza y convicción. O dicho de otra forma, hasta con la UCD de Suárez se hubiera avanzado más en unos aspectos y se hubiera recortado menos en otros. Por eso no se le permitió seguir y se remató el aviso a navegantes con aquel circo del 23F. Así que menos cuentos infantiles a estas alturas, aunque sea por piedad, ya que respeto no tienen.


No fue de izquierdas preparar la bajada de pantalones ante la CEE para favorecer a una Alemania llamada a ser el bastión continental del poder económico mundial cuando se aprobó la mal llamada reconversión industrial –que no era otra cosa que un brutal desmantelamiento–, ni cuando se limitó la capacidad productiva de agricultura, minería, pesca y ganadería, ni lo fue aquel paripé de la OTAN “de entrada no”, ni la progresiva destrucción de derechos de protección, laborales, o el incesante endurecimiento del Código Penal. Y desde luego, no lo fue el terrorismo de Estado, por más que les joda que les recuerden sus asesinatos. Sí, asesinatos, que por duro que suene siempre lo es mucho menos de lo que en realidad fue. Y es que en un país normal no es solo que el PSOE de hoy sería visto como lo que es, sino que no existiría hace mucho tiempo. En ese hipotético país informado y formado, el PSOE no podría seguir votando en Europa junto al PP todas y cada una de las medidas regresivas propuestas, y no hubiera indultado a banqueros y corruptos; y no hubiera reformado con alevosía y agosticidad el artículo 135 de la Constitución a espaldas del pueblo. Y no sería más que un mal recuerdo.

Pero ahí está, y todavía se atreve a interpretar ese patético vodevil. Vodevil al que pese a lo ridículo hay que admitirle la maestría de mezclar con sorprendente hipocresía la fingida ofensa propia con la real que produce ese poco taimado menosprecio a sus votantes, pero que parece que cuela con la mayoría. No importa, porque no deja de ser lo que es: el actor necesario para que sus patrocinadores puedan cubrir con seguridad todo el espectro ideológico: desde la extrema derecha al presunto centro-izquierda. O al menos lo ha sido hasta que por una de las grietas –que por necesidad ha abierto el desgaste y el abuso– se ha podido colar un atisbo de realidad.

De todas formas, insisto en el titular, los partidos denominados ‘constitucionalistas’ son solo herramientas del poder, aunque los que se dicen de izquierdas (los que lo dicen sin serlo, obviamente) resulten más despreciables que los de la derecha declarada por lo que tienen además de estafa y de fraude. Pero mal haríamos si olvidásemos al corruptor, al mecenas, a su gestor, al que en definitiva es el gran beneficiario de su existencia. Al final los Sánchez, Rajoy o Rivera son simples vividores tan sinvergüenzas como bien adaptados a la inmoralidad. Y los Hernando (Antonio o Rafael), los Luena, Casado o Villacís, irritantes bufones instigadores de la máxima confusión posible. Pero ninguno de estos títeres decide nada.

Y ahora supongamos por un momento que eliminamos de la ecuación a los intermediarios. ¿Qué nos queda? Exacto, un conflicto de intereses entre las 1000 o 2000 familias más adineradas y relacionadas del país (y más allá), y los 42 o 43 millones de personas que siempre pierden gane quien gane.

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