No fue de izquierdas preparar la bajada de pantalones ante la CEE para favorecer a una Alemania llamada a ser el bastión continental del poder económico mundial cuando se aprobó la mal llamada reconversión industrial –que no era otra cosa que un brutal desmantelamiento–, ni cuando se limitó la capacidad productiva de agricultura, minería, pesca y ganadería, ni lo fue aquel paripé de la OTAN “de entrada no”, ni la progresiva destrucción de derechos de protección, laborales, o el incesante endurecimiento del Código Penal. Y desde luego, no lo fue el terrorismo de Estado, por más que les joda que les recuerden sus asesinatos. Sí, asesinatos, que por duro que suene siempre lo es mucho menos de lo que en realidad fue. Y es que en un país normal no es solo que el PSOE de hoy sería visto como lo que es, sino que no existiría hace mucho tiempo. En ese hipotético país informado y formado, el PSOE no podría seguir votando en Europa junto al PP todas y cada una de las medidas regresivas propuestas, y no hubiera indultado a banqueros y corruptos; y no hubiera reformado con alevosía y agosticidad el artículo 135 de la Constitución a espaldas del pueblo. Y no sería más que un mal recuerdo.
Pero ahí está, y todavía se atreve a interpretar ese patético vodevil. Vodevil al que pese a lo ridículo hay que admitirle la maestría de mezclar con sorprendente hipocresía la fingida ofensa propia con la real que produce ese poco taimado menosprecio a sus votantes, pero que parece que cuela con la mayoría. No importa, porque no deja de ser lo que es: el actor necesario para que sus patrocinadores puedan cubrir con seguridad todo el espectro ideológico: desde la extrema derecha al presunto centro-izquierda. O al menos lo ha sido hasta que por una de las grietas –que por necesidad ha abierto el desgaste y el abuso– se ha podido colar un atisbo de realidad.
De todas formas, insisto en el titular, los partidos denominados ‘constitucionalistas’ son solo herramientas del poder, aunque los que se dicen de izquierdas (los que lo dicen sin serlo, obviamente) resulten más despreciables que los de la derecha declarada por lo que tienen además de estafa y de fraude. Pero mal haríamos si olvidásemos al corruptor, al mecenas, a su gestor, al que en definitiva es el gran beneficiario de su existencia. Al final los Sánchez, Rajoy o Rivera son simples vividores tan sinvergüenzas como bien adaptados a la inmoralidad. Y los Hernando (Antonio o Rafael), los Luena, Casado o Villacís, irritantes bufones instigadores de la máxima confusión posible. Pero ninguno de estos títeres decide nada.
Y ahora supongamos por un momento que eliminamos de la ecuación a los intermediarios. ¿Qué nos queda? Exacto, un conflicto de intereses entre las 1000 o 2000 familias más adineradas y relacionadas del país (y más allá), y los 42 o 43 millones de personas que siempre pierden gane quien gane.
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