Juicio a la democracia



Confieso que hace unos años no lo hubiera creído. Cuando el soberanismo en Cataluña estaba en plena efervescencia, jamás pensé que llegaría el día en el que viésemos a la mitad de un gobierno electo y a importantes representantes de la sociedad civil sentados delante de un juez, enfrentando penas más propias de un homicida sanguinario. Creía, y ahora me reconozco ingenuo, que alguien tiraría del freno de mano cuando los dos trenes enfilaran la última curva antes del choque frontal.

CiU nunca fue un partido independentista. Más aún, ha sido el bastón sobre el que se ha sostenido durante décadas, a izquierda y a derecha, la gobernabilidad del estado, y se ha sumado al “procés”, más como arribistas empujados por la calle, que por convicción identitaria, pensaba. Rajoy ya tiene lo que quería. Llegó a la Moncloa gracias a una campaña construida sobre la catalanofobia, con el Estatut como eje vertebrador de su discurso, fabricando un enemigo común en torno al cual unir a la masa para luego presentarse como el único remedio contra el veneno catalanista. Pero son balas de fogueo. Ahora es presidente del Gobierno y sería un suicidio llevar a la práctica la teoría electoralista de machacar a uno de los territorios más prósperos del estado, responsable del 18% del PIB nacional, pensaba. Además, PP y CiU tienen la consanguineidad de dos partidos de derechas, europeístas y liberales y no iban a permitir que los viejos anhelos independentistas acabaran 'con aquellos idilios de verano en el hotel Majestic. “Això no toca”, que decía Pujol.NPero de repente, la cotidianidad se rompió en mil pedazos y lo que parecía un futuro distópico diseñado por el ingenio de una mente orwelliana se hizo realidad. La derecha catalana, con los porrazos todavía dolientes en las costillas de los indignados, se dejó llevar en volandas por el onirismo soberanista, cuya sopa primitiva había empezado a cocerse, precisamente, durante aquellas noches de asambleas y tiendas de campaña. A su vez, el PP se entregaba descamisado a azuzar el enfrentamiento entre los pueblos, a cambio de unos cuantos votos de un populacho enardecido.

De la noche al día, los ciudadanos de un país que todavía supuraba las heridas de la recesión, se echaron a las calles, banderas de España al hombro, para defender la indisoluble unidad de un estado que les había dejado en la estacada cuando fueron golpeados por el zarpazo de la crisis. La llamada “España de los balcones” nunca había colgado la rojigualda para aliviar el dolor de los desahucios o para plantarle cara a los recortes o para protestar contra la precariedad laboral o para tejer una red de solidaridad con las millones de personas que se vieron obligadas a rellenar el buche en un comedor social. Nunca lo hicieron porque en este país, donde se vomita permanentemente la bilis corrosiva del odio guerracivilista, la bandera es una vara que se utiliza para devolver al redil a los que tienen otras formas de sentir la españolidad. “¿Qué pone en tu DNI?”, repiten una y otra vez. En el mío dice que soy hijo de María del Carmen y de Eduardo. El resto es decorado.

Nada fue casualidad. Todo obedeció a una estrategia calculada por los arquitectos ideológicos del PP, un partido que se mueve en la crispación como gorrino en cochiquera. Desde la calle Génova han sido constantes los intentos por resucitar la extinta sombra de ETA, por traer de vuelta aquellos días sombríos de sangre y de dolor, para situar a los ciudadanos frente a la amenaza del terrorismo y erigirse, de nuevo, como la única solución frente al ruido de las bombas. Por el sumidero de la disolución de ETA también se desparramó buena parte del argumentario del PP, y desde entonces han tratado de encontrar en Cataluña un sustituto de calado para recuperar ese voto tan rentable resultante de una mezcolanza de odio, miedo y venganza.

Decía Aznar que sin violencia se podía hablar de todo, pero la realidad es que el proceso soberanista, donde millones de personas se han manifestado sin romper ni una papelera, ha encontrado permanentemente la callada por respuesta. Dos coches de la Guardia Civil son presentados, como si de seres dolientes se trataran, como la prueba tangible de la hostilidad independentista, mientras que las porras de la policía que abrieron brecha el 1 de octubre fue una “respuesta proporcionada” ante la terrible amenaza de las urnas de destrucción masiva, que diría aquel.

El discurso de la derecha ha conseguido permear en todos los estratos de la sociedad, en buena parte por la verborrea goebbeliana de los gerifaltes del PP, en otro tanto por la labor propagandística de los medios de comunicación, que han desdibujado la realidad de Cataluña hasta la caricatura y, por último, pero con tanto peso como las dos anteriores, por el asombro pasmoso de la izquierda española. Resulta sorprendente contemplar como aquellos que llevan toda la vida clamando contra la deslegitimad del régimen del 78 han dedicado sus esfuerzos a apuntalar los cimientos que sostienen la transición postfranquista, en lugar de ayudar a ensanchar la espita que el soberanismo había logrado abrir en la hasta entonces inexpugnable restauración borbónica. A lo largo de estos últimos 40 años, la izquierda española ha renunciado a tantos de sus principios fundacionales que ahora es tarea complicada encontrar los últimos granos de materialismo dialéctico entre tanta paja posmoderna. Sobre ellos también recaerá la responsabilidad de recomponer todo lo que durante estos años se ha roto entre Cataluña y España, con la complicidad de los que han mirado hacia otro lado, ausentándose de un escenario donde se ha echado en falta la tan cacareada solidaridad entre los pueblos de la que solía hacer bandera la zurda del arco parlamentario.

Han transcurrido tres semanas desde que empezara el juicio contra los líderes independentistas y todavía no hemos escuchado ni una sola palabra de la izquierda política contra este vodevil que se viste de toga. De la intelectualidad, mejor ni hablamos. Joaquín Sabina aprovechó el pregón del carnaval de Cádiz, -insisto; de Cádiz- para cargar contra Torra y Puigdemont, así que esperar unas palabras de su domesticado verbo contestatario sería iluso hasta para los ingenuos como yo.

Sea por convencimiento personal, por interés profesional o por estrategia electoral, unos y otros están tratando de pasar de puntillas sobre el proceso judicial, pero se equivocan si creen que con ello contribuyen al empoderamiento democrático y a la separación de poderes.

Los que están sentados en el banquillo son los líderes que se afanaron para que los ciudadanos pudieran opinar con libertad sobre el futuro de Cataluña, su configuración política y su forma de relación con el estado, pero si somos capaces de mirar más allá de la carne y de los huesos, veremos que la sentencia ya está escrita; para ese grupo de mujeres y hombres, condenados de antemano, pero también para la democracia española, que ha demostrado, como cantaba Gardel, que 40 años no es nada y que muy lejos de la madurez que se le debería suponer a sus hechuras de mediana edad, continúa siendo un adolescente, que en lugar de atajar un problema político con soluciones políticas y más democracia, ha optado por el autoritarismo que tan bien ha aprendido de sus padres fundadores.

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